viernes, 5 de junio de 2015

Un niño llamado Miedo


  Un día en que la luz se apagó y la oscuridad se volvió absoluta, vino al mundo un niño llamado Miedo. Su madre, llamada Incosciencia, llevaba tiempo esperando que llegara el añorado momento y no cabía en sí de gozo al imaginar que su hijo sería bien recibido en todos los hogares del mundo. Por otro lado, el padre, llamado Control, tenía absolutamente todo planificado en lo que a la vida del recién llegado se refería, había estudiado detenidamente el camino a seguir para que su hijo fuera lo que estaba destinado a ser, un triunfador. Alguien que estaría presente en cada acto, en cada acontecimiento, en cada reacción de una humanidad que perdida en sus disquisiciones no tendría ni la más remota idea de que Miedo sería su más fiel compañero.
 
  En el hogar de Miedo había una serie de peculiaridades que lo hacían especial. Para empezar, no había espejos en toda la casa. La razón de esta ausencia se debió a que el niño, ya desde muy pequeño, manifestó una aversión brutal, a la vez que violenta, a cualquier tipo de reflejo. Al principio, el niño, ante cualquier tipo de insinuación con respecto a verse a sí mismo, ya fuera por algún reflejo perdido dentro de cualquier cristal o por cualquier luz repentina, por muy tenue que fuera, que pudiera aparecer, salía corriendo despavorido. Después, con el tiempo, esa agresividad contenida escapó, lo que ocasionó que en vez de huir destruyera con vehemencia todo aquello que pudiera llamarse reflejo, aunque fuera pálido y difuminado. Otra particularidad era la penumbra que se hacía presente allá por donde él andaba. Al haber nacido en la más completa de las oscuridades ésta se le hizo tan familiar que le acompañaba a todas partes, contagiando, a su vez, a todos aquellos que tenían trato con él.
 
  La ambición de Miedo era tan grande que, fomentada por su padre Control y apoyada por su madre Inconsciencia, le llenaba por completo. Cierto día, cuando ya se había convertido en un joven poderoso, decidió que su casa a partir de entonces sería el mundo y su destino el corazón humano. No podía haber mayor gloria para él que llevar la oscuridad, la penumbra, a aquel lugar que según decían era el de mayor luz que se había visto jamás. Para ello, el señor Miedo se rodeó de grandes escuderos: la duda, el rencor, el orgullo, el desánimo, la mentira... y emprendió su cruzada. Su fuerza y poder eran tan grandes que la humanidad quedó esclavizada. Sin embargo, por más que lo intentó, nunca pudo apagar esa luz tan hermosa que reside en el corazón y que, con las armas del amor, no deja de extenderse iluminando oscuridades.

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